Li Tchao alias ''El Fornido'', domiciliado en el suburbio
oeste da la ciudad de Tszi, era un hombre sincero y sociable. Daba limosnas con
largueza para ayudar a los monjes budistas.
Una vez Li dio de comer hasta que se hartó a un monje que
vino con su escudilla, y éste, agradeció, le propuso:
-Permítame que le transmita el arte de la lucha, que yo
domino bastante bien. Soy egresado de la Academia de Shaolín.
Li se alegró mucho, instaló al monje en la habitación de
honor y sin escatimar gastos lo mantenía. Brindándole casa y comida. Con perseverancia
practicaban por las mañanas y por las tardes. En tres meses Li hizo notables
progresos por lo que se sentía sumamente contento.
-¿Entonces, qué?- le preguntó una vez al monje- ¿Hay progreso
de veras?
- Y muy grande, por cierto- contestó Li- Ahora domino todo
lo que usted sabe, maestro.
El monje se sonrió y le invito a mostrar su maestría.
Li se despojó de su bata, se escupió las palmas de las manos
y se puso en movimiento: ora daba brincos como un mono, ora descendía ligero
como un pájaro, y ya le faltaba poco para echar a volar y planear por los aires.
Finalmente se inmovilizó en una pose jactanciosa, lleno de pretensión.
-¡Basta ya! –dijo el monje, sonriendo- Y a que usted dice
haber asimilado todo mi saber, vamos a medir nuestras fuerzas.
Li aceptó el reto alegremente. Asiéndose de las manos es
posición inicial, se enfrascaron en la lucha, ora atacando uno y el otro a la
defensiva, ora a la inversa. Li acechaba en todo momento a su contrincante para
cogerlo en u descuido, pero, de repente éste le aplicó una zancadilla, y Li
cayó boca arriba, luego de rodar a más de una sazhen (Medida de longitud, algo más
de tres metros.) de distancia.
-No, usted aun no lo domina todo- dijo el moje dando
palmadas.
Li, avergonzado y haciendo una profunda reverencia, le
suplico que siguiera dándole clases, pero pocos días después el monje se despidió
y se marchó.
Desde entonces, Li adquirió fama de luchador avezado. Viajó
al sur y al norte, sin que nadie pudiera derrotarlo.
Una vez, quiso la casualidad que viera en el mercado de la
ciudad de Lisia a una monja joven que explicaba las reglas de la lucha. Una
nutrida concurrencia la rodeaba.
-Practicar a solas los ejercicios del ataque y la defensa es
de veras muy aburrido- decía la monja - ¿No habrá entre los presentes alguno
que quiera medir sus fuerzas conmigo? Que entre pues al ruedo.
Tres veces repitió ella su desafío, pero ninguno de los
espectadores se atrevía a aceptarlo: No
hacían más que cambiar miradas. Li se mantenía apartado, pero le picaban las
manos y finalmente, sin poder resistir la tentación, dio un paso al frente.
La monja lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho a la
usanza budista.
Pero, apenas colocado Li en la posición inicial, ella
exclamó:
. ¡Espere! Veo que usted estudió en la Academia de Shaolín, ¿Puedo
preguntarle quién fue su honorable maestro?
Li no quería revelar la verdad, pero ella inquiría con tanta
insistencia que él tuvo que decirle el
nombre del monje. Al oírlo, ella cruzó los brazos en el pecho en señal de
profundo respeto.
-Así que fue el monje Hañ su maestro. En tal caso está de más que midamos nuestras fuerzas. De
antemano me doy por vencida – dijo, y saludó a Li con una profunda reverencia. Li
empezó a suplicarle, pero la monja no cambiaba de parecer. Los espectadores por
su parte comenzaron a incitarla, hasta que ella por fin dijo:
-Puesto que es usted discípulo del preceptor Hañ,
pertenecemos a la misma escuela. Realmente no está de más que nos divirtamos un
poco, pero debemos tener muy presente que se trata tan sólo de un juego.
Li se declaró de acuerdo pero trató a la monja con altivo
menosprecio pues la consideró tan débil y frágil como suelen ser las mujeres.
Por ser joven su sangre, siempre quería salir vencedor en todas las lides; y
ahora deseo loco de doblegar a la monja y conquistar gloria, aunque fuera la
gloria efímera de un día. Y se mostro tan brutal en el encuentro que la monja
detuvo el combate.
-¿Por qué no quiere usted que sigamos luchando?- preguntó Li.
Pero ella nada contesto y solo se sonrió.
Pensando que la mujer se había acobardado Li siguió acosándola hasta que ella se puso de nuevo en
la posición inicial.
Pronto Li creyó ver la posibilidad de ponerle una
zancadilla, pero apenas había iniciado el movimiento de la pierna cuando la
monja le golpeo la cadera con el canto de la mano. Li tuvo la sensación de
haber recibido un hachazo; se le doblaron las rodillas, se desplomó y ya no pudo volver a ponerse de pie. La monja
se disculpó con una sonrisa:
-No tuve intención de ofender al colega. Espero que no me
culpe ni me guarde rencor.
A Li se lo llevaron a casa en una parihuela. Se repuso solo
al cabo de un mes.
Cosa de un año después, el monje Hañ visitó de nuevo la casa
de Li, y cuando escuchó el relato de aquel encuentro, exclamo, alarmado de veras:
-¡Usted es demasiado imprudente! , ¿Para qué tenía que
medirse con ella? Tuvo usted suerte de haberme nombrado; de no haberlo hecho,
bien pudiera haber perdido una pierna.
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